LA MARAVILLA DE LA ENCARNACIÓN
(Dios se hizo hombre)
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“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”
“Dios fue manifestado en carne”
(Juan 1:14; 1 Timoteo 3:16)
Contemplemos la maravilla de la encarnación. La Biblia la describe con un lenguaje muy sencillo: “El Verbo era Dios. . . y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:1, 14). El Dios infinito se hizo Hombre. El Eterno irrumpió en el tiempo (Gálatas 4:4). El Dios que nunca tuvo un comienzo y que ha existido siempre, nació como un niño (Miqueas 5:2; Isaías 7:14; 9:6). El Todopoderoso descansó en los brazos de María como un bebé indefenso. El Creador de todas las cosas fue recostado en un comedero hecho para alimentar a los animales (Lucas 2:12). Aquél que está en un trono “alto y sublime” (Isaías 6:1) fue puesto en un humilde pesebre y fue saludado por humildes pastores.
Quizás el hecho más asombroso de la encarnación es que hizo posible que el Inmortal muriera. El Dios viviente no puede morir. El pecado del hombre merecía y demandaba la muerte (Romanos 1:32; 6:23), condenando así al hombre a un destino de eterna separación del Dios de Vida (Isaías 59:2; 2 Tesalonicenses 1:8-9). Dios, en amor, trazó un camino para proveer salvación para el hombre pecador, sin comprometer Su propio carácter justo y recto. Sirviendo como Sustituto del hombre, ÉL Mismo pagaría la pena de muerte por el hombre pecador. Para que ésto pudiera realizarse, Dios tenía que hacerse Hombre “para que por la gracia de Dios gustara la muerte por todos los hombres” (Hebreos 2:9). El Inmortal no puede morir, pero Dios tomó sobre Sí Mismo nuestra humanidad y el Dios-Hombre podía morir y murió efectivamente por nuestros pecados (1 Corintios 15:3; 1 Pedro 3:18).
Sí, ÉL nació para morir. El propósito mismo de Su venida a este mundo fue para salvar a los pecadores (1 Timoteo 1:15; Juan 3:17), y esta obra de salvación no fue efectuada en la cuna de Belén, sino en la cruz del Gólgota. Su nacimiento hizo posible Su muerte y Su muerte hizo posible nuestra salvación. La Biblia lo describe así: “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Corintios 8:9).
Que nadie entienda mal el significado de la encarnación. Dios se hizo carne y Dios se hizo Hombre, pero Él no llegó a ser el Hijo. ÉL llegó a participar de carne y sangre, y ÉL “fue hecho semejante a sus hermanos” (Hebreos 2:14, 17), pero no llegó a ser Hijo de Dios por Su encarnación. Juan capítulo 1 enseña que el Verbo eterno fue hecho (llegó a ser) carne (versículo 1, 14). Pablo usó un lenguaje similar para comunicar el hecho que el Hijo “fue hecho (llegó a ser) del linaje de David según la carne” (Romanos 1:3). Aquel que siempre fue el Hijo de Dios, llegó a ser el Hijo de David por nacimiento humano. El Dios eterno llegó a ser hombre, nacido en la casa y del linaje de David. El Dios eterno no llegó a ser el Hijo de Dios.
En una oportunidad, el Señor Jesús formuló una pregunta a los fariseos que ellos no pudieron contestar: “¿Qué pensáis del Cristo (el Mesías)? ¿De quién es hijo? Le dijeron: De David. El les dijo: Pues si David le llama Señor (en el Salmo 110:1), ¿cómo es su hijo?” (Mateo 22:42-45). Los fariseos fueron silenciados con esta pregunta, pero años más tarde, esta misma pregunta fue respondida por otro fariseo cuyos ojos habían sido abiertos por la gracia de Dios. El Apóstol Pablo da la respuesta y está registrada en Romanos 1:3-4. ¿De quién es hijo el Mesías? En Su humanidad (“según las carne”) ÉL es el Hijo de David (Romanos 1:3). En Su deidad, ÉL es el Hijo de Dios (Romanos 1:4), y por ello ÉL es el Señor de David. Su resurrección fue la comprobación final de que ÉL era todo lo que ÉL dijo ser.
El Señor Jesús no llegó a ser Dios en Su encarnación, ni tampoco llegó a ser el Hijo. La encarnación fue cuando el eterno Hijo de Dios asumió nuestra humanidad, sin dejar de ser Dios. El Hijo de Dios llegó a ser el Hijo del Hombre, para que nosotros, los hijos del hombre, podamos llegar a ser hijos de Dios (Juan 1:12; Gálatas 3:26). Que siempre estemos llenos de asombro y alabanza por Su amor y gracia condescendientes, por las cuales Él descendió tan bajo, para poder levantarnos tan alto. “Mirad, cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Juan 3:1).
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