Grato Es decir La Historia
El
Testimonio Personal
de
Pradesh
Shrestha
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Nunca
había considerado seriamente la realidad de Dios, ni mi falta de relación y
responsabilidad con ÉL, hasta Septiembre de 1983, cuando estuve seriamente
enfermo en un hospital en Santa Fe, Nueva Méjico. Allí, en una habitación
aislada del Hospital St. Patrick, el doctor me dijo que finalmente habían
diagnosticado mi enfermedad; se sabía que el antibiótico que debía tomar era
potencialmente letal para algunos pacientes, pero no había otra alternativa
viable.
Yo estaba
impactado. Accedí a tomar la medicina, pero esa noche no pude dormir. ¿A dónde iré si muero ahora? Por primera vez en mi vida, me miré con honestidad. Y
al hacerlo, quedé turbado, porque, aunque siempre me había considerado una
buena persona, ahora me vi como alguien que tenía en el interior algo que
estaba fundamentalmente mal. Si hay un cielo y si hay un infierno, yo sentí que
terminaría en el infierno.
Mi Trasfondo Religioso
Yo nací en
el Reino hindú de Nepal. Mis padres, especialmente mi madre, siempre habían
adorado a ídolos, habían observado los ritos, los ayunos y los días festivos
del calendario hindú. Mi madre creía profundamente en la reencarnación, la
doctrina hindú de que el alma renace casi incesantemente en un cuerpo después
de otro. El concepto hindú de salvación es la liberación de esta cadena de
supuestos renacimientos y de los sufrimientos de la vida. En los días
religiosos importantes íbamos como familia al más renombrado santuario hindú de
Nepal, el Templo de Pashupatinath en Katmandú, donde nos inclinábamos ante los
ídolos. Como todos los demás niños hindúes, yo había crecido fascinado con las
historias de Rama, el héroe de la epopeya hindú Ramayana, y Krishna, el héroe
de otra gran epopeya hindú Mahabharata.
Fui a una
escuela en Katmandú dirigida por sacerdotes jesuitas católicos. Allí tuve algún
contacto con lo que yo creía era la religión cristiana. Pero, en realidad,
nunca se nos enseñó explícitamente alguna doctrina católica o de la Biblia. La
única excepción que puedo recordar es que una vez memorizamos los Diez
Mandamientos. Sin embargo, el Segundo Mandamiento mencionado en la Biblia, es
decir, la prohibición de adorar ídolos (Éxodo 20:4-6; Deuteronomio 5:8-10) fue
curiosamente omitido, por lo que me dio la impresión de que el cristianismo se
parecía al hinduismo. Me pareció que los ídolos cristianos eran las imágenes de
María y el crucifijo, que todo jesuita lleva alrededor de su cuello y que
también cuelga en cada sala de clases.
Durante
los nueve años de instrucción jesuita, aunque se me enseñó moral (por lo cual
estoy agradecido), no aprendí nada sobre
Comienzo a Darme Cuenta de que Soy un
Pecador
De modo
que estando acostado y despierto tarde en la noche en la cama del hospital, me
encontré sin Dios, sin esperanza, totalmente solo, lleno de recuerdos de mi
niñez y de mi juventud. En el colegio había sido un alumno relativamente bueno,
obteniendo calificaciones deseables. Yo era, supongo, querido por la mayoría de
mis compañeros y profesores. En general, yo me había sentido bien conmigo
mismo, porque no era como otros que hacían muchas cosas indecentes, abierta y
desvergonzadamente.
Pero ahora
me vi en una luz diferente. ¿No había yo también engañado en los exámenes? ¿No
me había enorgullecido de mis así
llamados logros y había despreciado interiormente a mis colegas? Estando fuera
de la vista de mis profesores, ¿no había sido a veces muy poco amable y egoísta
con mis amigos? Repetidas veces mentí, codicié, y a veces también robé, sin que
nunca detestara mi maldad al hacer ésto, sino tratando siempre de ocultar mis
pecados, temiendo que pudiera ser descubierto. Además, en el hogar con la
familia, ¿no había causado muchas veces pesar a mis padres con mis palabras
arrogantes y mi porfiada desobediencia? ¿No guardaba resentimientos en mi
corazón contra mi hermano? Incontables pecados de mi juventud me perturbaron. Y
aunque había adorado ídolos hindúes y aunque crecí con una educación jesuita,
no tenía ningún conocimiento del
Verdadero Dios Viviente. En mi desesperación clamé, “Dios, si tú estás allí, no
me dejes morir. Yo cambiaré mis caminos”. En realidad, nunca antes había
siquiera pensado en que yo era un pecador que necesitaba algún cambio. Por otra
parte, todavía no sabía que el corazón del hombre es engañoso y perverso más
que todas las cosas, incurablemente enfermo e incapaz de cambiar y de salvarse
a sí mismo de la miserable condición de su existencia ególatra y egocéntrica.
Gradualmente
la medicina hizo efecto y yo me sentí mejor. Pero a medida que me sentía mejor,
pensaba cada vez menos en las cosas que mi conciencia había sentido tan
agudamente en el hospital. Pocos meses después, alguien preguntó por mi salud y
yo respondí atolondradamente que la suerte siempre me había favorecido, incluso
en mi enfermedad. La persona intencionalmente hizo un comentario extraño,
“Quizás no sea suerte.”
La Luz del Glorioso Evangelio
En ese
tiempo yo era un estudiante en The Armand Hammar United World College of the
American West localizado en Nueva Méjico. Llegó el día de la graduación. Era
difícil separarse de los queridos amigos de todo el mundo. Algunos de nosotros
permanecimos en la ciudad universitaria haciendo trabajos de verano.
Un
compañero jordano y yo compartíamos la habitación. Yo solía recibir cartas de
“Mom”, la madre de Shaunna, una estudiante del medio oeste que en una
oportunidad había invitado a una docena de nosotros, estudiantes
internacionales, a su casa para Navidad. A mi también me gustaba escribirle,
eran solo cosas triviales. Ella es la que me había comentado, “Quizás no sea
suerte”.
Un día de
Junio de ese verano, llegó una de las cartas de Mom. La estaba leyendo en voz
alta a mi compañero de cuarto. Un corto párrafo de la carta extrañamente me
detuvo y ya no pude seguir leyendo en voz alta, porque lágrimas brotaron de mis
ojos. Esto es lo que estaba escrito. Ella escribió que el domingo anterior
estaban cantando un himno en la iglesia:
Grato es decir la historia
Del celestial favor,
De Cristo y de su gloria,
De Cristo y de su amor.
Sin duda
que el himno se había cantado muchas veces antes. Pero ese día, las palabras le
llegaron al corazón. Mientras cantaba, ella pensó en los muchos estudiantes
extranjeros que habían llenado su casa en invierno, que no conocían al Salvador
que ella conocía. Y ella pensó en mí. Se preguntó, “¿Me es realmente grato
hablar a otros acerca del único Salvador que hay?” De modo que se sintió
movida, dijo, a escribirme y a hablarme de su certeza de que Jesucristo es el
único Dios y Salvador de los hombres. Añadió cariñosamente que no podía haber
una eterna permanencia en su relación con personas como yo, a menos que pusieran
su fe en Jesucristo. Yo me sentí profundamente conmovido aunque no entendí
totalmente sus palabras. Nunca nadie me había comunicado estas cosas de esta
manera.
Como tenía
mucha confianza con Annie, una amiga china de Hong Kong, compartí este asunto
con ella, copiando al pie de la letra el párrafo de la carta de Mom. Pronto
recibí una larga respuesta en la cual ella expresaba su alegría de que la madre
de Shaunna hubiera compartido el evangelio conmigo. Ella añadió que ella
también hubiese querido compartirlo conmigo, pero que no se había sentida
calificada para “predicar” el evangelio. Además, dijo ella, ella temía que si
yo alguna vez llegaba a ser cristiano, esto entorpecería mi relación con mi
familia hindú. Ahora se daba cuenta, escribió, de que era Satanás quien la
había convencido de no compartir el evangelio conmigo. En la carta ella explicó
el camino de salvación, citando muchos versículos de la Biblia. Ella dijo que
Dios quiere que lleguemos a ser Sus queridos hijos al confiar en Jesucristo
como nuestro Salvador y Señor personal, porque ÉL murió por nuestros pecados y
resucitó al tercer día. Escribió cómo otro estudiante, Leroy había compartido
eso, y que aunque la separación había sido triste y de que ya no se verían
nuevamente, sin embargo él y Annie y Shaunna estaban seguros de que se
encontrarían otra vez en el cielo.
La carta
me afectó muchísimo. Mi primera reacción fue, ¿Cómo se atreve a tratar de convertirme a mí, un hindú? ¿Y qué audacia
escribirme que de todos los muchos amigos, solamente ella y sus dos amigas irían al cielo? Pero,
conociendo a Annie, yo sabía que ella había escrito estas cosas porque se
preocupaba sinceramente por mi bienestar.
Yo había
reconocido por primera vez mi innata pecaminosidad un año antes, mientras estuve
hospitalizado. Ahora leía en la carta la llana declaración de la Biblia, “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”
(Romanos 3:23). También leí, aunque no las creía en ese entonces, las
maravillosas palabras del Evangelio, “Porque
de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que en ÉL cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Mi amiga
explicaba que el amado Hijo de Dios, Jesucristo, sufrió y pagó el castigo por
nuestros pecados mediante Su muerte en la cruz, y que si creíamos en Jesucristo,
nosotros seríamos salvos del eterno castigo que como pecadores merecíamos,
citando de la Biblia, “La paga del pecado
es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro”
(Romanos 6:23).
Una
multitud de pensamientos me mantuvieron despierto hasta tarde en la noche. Un
versículo de la Biblia citado en la carta era el que más me inquietaba: “El que cree en el Hijo, tiene vida eterna;
pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios
está sobre él” (Juan 3:36). Dos pensamientos contrarios estaban luchando
dentro de mí: Primero, ¿Cómo podía ser cierta la Biblia, si millones de
personas en Nepal nunca habían siquiera escuchado el nombre de Jesús? Segundo,
si la Biblia es la verdad, entonces yo tengo que sufrir el castigo eterno por
mis pecados. De modo que, por una parte, yo no quería aceptar la posibilidad de
que la Biblia fuese la verdad; por otra parte, yo simplemente no podía ignorar la
posibilidad de que después de todo, la Biblia fuese la verdad. Yo simplemente no
disponía de todos los datos para hacer una evaluación justa, y mucho menos para
“creer” algo.
Repentinamente
yo estaba ansiosamente buscando respuestas para una multitud de preguntas.
¿Quién es Jesús? ¿Por qué debo creer en ÉL? ¿Qué significa creer en ÉL? ¿Por
qué solo los cristianos pueden ir al cielo? ¿Por qué no los hindúes, budistas,
musulmanes? ¿Quién es Jesucristo? ¿Es ÉL solamente una figura hecha por los
hombres, como los semidioses de la mitología hindú, o es ÉL una Persona real?
Si lo que la Biblia dice es verdad, entonces es cierto que yo estoy perdido y
en peligro de eterna condenación. ¿Pero es cierto? ¿Cómo puedo estar seguro?
Comencé a
preguntar a la gente a mi alrededor, con el sincero deseo de saber cual era la
verdad en cuanto a Jesucristo. Pero, para mi sorpresa, nadie a quienes pregunté,
estaba seguro y a nadie parecía preocuparle. Esto fue toda una revelación para
mí. Comencé a darme cuenta de que la idea que siempre había tenido como hindú,
es decir, que la gente de occidente, incluso América, eran todos cristianos,
simplemente no era cierto. Fui a la librería de la escuela con la esperanza de
que algún libro pudiera responder a mis preguntas. Leí un artículo sobre
religión y filosofía en la Enciclopedia Británica. Por primera vez tuve la
certeza de que Jesucristo era una Persona histórica real y no un mito. En uno
de los corredores de los dormitorios encontré una Biblia que alguien
aparentemente había descartado. Encontré también en otro lugar una copia del
Evangelio de Juan. Comencé a leer porque Annie me había aconsejado en su carta
leer el Nuevo Testamento.
Ocasionalmente
venían visitas para hacer un recorrido por los terrenos de la universidad. Acompañé
a una pareja mayor a hacer el recorrido. Me dijeron que eran de Las Cruces,
Nueva Méjico. Una vez finalizado el recorrido, me despedí a alguna distancia de
donde tenían estacionado su auto. Ellos llegaron a su vehículo y la señora me
hizo señas para que me acercara. Me acerqué pensando, “Seguramente querrá darme
dinero.” Pero ella me dio una serie de folletos que, como rápidamente me di
cuenta, trataban de Dios y la Biblia. Los tomé y caminé hacia el edificio. Mis
manos estaban temblando cuando abrí el plástico y tuve en mis manos un folleto
titulado “El Camino de Salvación”. Ahora sentí que no podía escaparme de Dios.
ÉL parecía rodearme por todos lados. En menos de tres semanas sucedieron todas
estas cosas: la carta del Medio oeste, la carta de Hong Kong, la Biblia en el corredor,
y ahora este folleto de alguien que nunca antes había conocido y que no tenía
idea de lo que estaba sucediendo en mi corazón y en mi mente en aquellos días.
Pero algo dentro de mí trató de razonar que todo esto no era más que una
casualidad.
Como una
semana después una compañera vino de su hogar en Las Cruces y me invitó a mí y
a otro amigo a su casa. Ambos fuimos con ella. Yo llevé mi Biblia, los folletos
y otro libro que había comenzado a leer con mucho interés. Este último libro, Evidencia Que Demanda un Veredicto de
Josh McDowell, yo lo tenía desde la última Navidad, cuando el padre de Shaunna
me lo había regalado. Pero lo tenía olvidado y no me había preocupado de
leerlo. Lo había encontrado ahora entre mis pertenencias y había comenzado a leerlo
con cuidado.
Me asombré
cuando una vez tras otra, empecé a encontrar respuestas satisfactorias a mis
inquietudes. En la casa de mi amiga en Las Cruces, leía y pensaba durante
horas, cada vez que me encontraba solo. Me convencí de que la Biblia es un documento
históricamente fidedigno, aunque fuera antiguo. Me enteré ahora de que
Jesucristo fue crucificado en una cruz romana hace casi 2000 años, mientras
Poncio Pilato era gobernador de Judea en Palestina, pero que Jesucristo era
inocente. También me enteré de que Jesucristo había hecho la inequívoca
afirmación de que ÉL era el eterno Hijo de Dios; que ÉL se hizo hombre para dar
Su vida en sacrificio como el único pago suficiente por los pecados de cada
persona individual en toda la historia humana; que la fe personal, explícita en
ÉL, es la única esperanza para que una persona sea salva de las consecuencias
eternas del pecado.
Y yo estaba
impresionado por el evento único en la historia, la resurrección de Jesucristo
de la tumba, tres días después de su muerte y sepultura. La tumba de Mahoma
sigue ocupada, Confucio no se levantó de los muertos, los restos de Buda fueron
esparcidos. Pero más de 500 testigos vieron a Jesucristo, muchos lo tocaron y
conversaron con ÉL durante 40 días después de Su evidente muerte y sepultura. Por cierto, ÉL no es solamente un maestro de
moral o un líder religioso. ÉL es mucho más. Si Jesucristo, con palabras
explícitas, aseguró ser igual a Dios, ¿no sería acusarlo de fraude si decimos
que Él es solo un hombre, aunque digamos que es un gran hombre? Y, ciertamente,
ningún fraude puede ser llamado justamente un buen hombre. Por lo tanto, ÉL
tiene que ser lo que ÉL aseguró ser, porque, ¿quién se atrevería a decir que
Jesús es un mentiroso? Mientras más leía, tanto más me asombraba de que
alguien no quisiera ser un cristiano.
Mi Salvador y Señor Personal
Mientras
estábamos en Las Cruces, conté a mi anfitriona acerca de la pareja mayor que
había venido a recorrer la ciudad universitaria y de que me habían dicho que si
alguna vez iba a Las Cruces, me invitaban a su rancho para andar a caballo. Los
contactamos y para allá fuimos, para andar a caballo. Después de la cabalgata,
nos sentamos a tomar unos refrescos que nuestra anfitriona había preparado.
Antes de comer, su esposo oró. No recuerdo exactamente lo que dijo, pero nunca
olvidaré la escena de cuando inclinó su cabeza con reverencia para orar.
De regreso
en casa de mi amiga, en mi cuarto, continué leyendo. Había una oración en la
parte posterior del libro que recuerdo haber leído. Yo me identifiqué como un
pecador que necesitaba a Jesucristo para que me salvara de mis pecados. Yo
estaba asombrado con el cambio que me había sucedido. Cuán diferente de hace pocas semanas es lo que ahora pienso de Dios y
de Jesucristo y de la Biblia. De
vez en cuando compartía algo de mi lectura con mis amigos. Un día, ellos se me
acercaron. Una de ellas dijo algo como que yo podría hacerme cristiano ahora. Yo
no sé si ella estaba bromeando o no, pero yo le respondí algo como esto: “Yo ya
creo. Tú también deberías creer. Todo lo que la Biblia dice es absolutamente
verídico.” Ella me preguntó cómo lo tomarían mis padres hindúes. No pude
contener mis lágrimas, porque yo sabía que sin Cristo estaban perdidos.
Con
tristeza, por una parte, y gozándome con gran alegría, por otra, esa noche
escribí a “Mom” y a Annie que yo había recibido a Jesucristo como mi Salvador y
Señor personal. También le escribí a mi familia en Nepal contándoles lo
maravilloso que era conocer personalmente que el Señor Jesucristo es Dios
venido en carne para morir por los pecados de todo el mundo, incluso yo y que
ha resucitado y que ahora vive para salvar hasta lo sumo a todos los que por ÉL
se acercan a Dios. “Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Acostado
en mi cama, me hallé hablándole a mi Padre Celestial, a quien recién había
encontrado. Era lo más natural hacerlo así. Yo sabía que Él me escuchaba.
Desde ese
día de fines de Julio de 1984, yo he sabido lo que es ser un hijo de Dios, lo
que es ser un pecador salvado por misericordia y gracia. Gracia, porque aunque no merezco nada, tengo todas las cosas:
perdón de pecados, adopción en la familia de Dios, vida eterna, una herencia en
el cielo que nunca desaparecerá, y mucho más. Misericordia, porque aunque merezco el castigo eterno, yo sé que ÉL
me ha salvado del juicio de la ira venidera, porque cuando Jesucristo murió en
la cruz, ÉL realmente sufrió la ira de Dios en mi lugar y por todo el mundo.
Querido
lector, yo no he encontrado una religión, sino una real y bendita relación con
Dios. Considera tú también a la Persona de Jesucristo, porque aparte de ÉL no
hay otro camino para llegar a estar bien con Dios.
Mi fe un lugar de descanso encontró,
No en artificios ni credos;
Confío en Quien vive eternamente,
Sus heridas abogan por mí.
No necesito otro argumento,
No necesito otra defensa;
Es suficiente que Jesús muriera,
Y que ÉL muriera por mí.